martes, 9 de agosto de 2016

Crónicas de un cazador



Como un sabueso estaba al acecho de su presa. La venia rastreando desde hace un trecho largo, buscando el momento perfecto. En la enmudecida noche, con sigilo intentaba pero… algo siempre se interponía. Alguna cría de animal hacia un ruido de más, una luz delataba su presencia, etc. En otras ocasiones le sucedió que perdió el momento por haber perseguido su premio por caminos escarpados, atravesar la espesura del monte o trepar empinadas colinas durante todo el día y toda la noche; llegando así sin las energías necesarias para dar el golpe. Sin embargo, esta era la ocasión para poder conquistar su sueño.
El cazador no estaba del todo en su mejor momento. Los años de gloria estaban mucho más lejos de lo que él se imaginaba. Ya no disponía de un armamento actualizado para la casa de presas costosas, ágiles y agraciadas. Ahora se limitaba a la caza del mercado local. Para sobrevivir pillaba alguna que otra paloma o hasta las gallinas del vecino y con una gomera les disparaba, muchas veces sin acertar. Se imaginaba que derribaba un majestuoso cóndor o un halcón maltes. En su delirio veía todavía aquel afamado cazador de la serranía, donde los leones y pumas de cordillera huían despavoridos al sentir sus pesadas botas repiquetear el paso de caza. En otras ocasiones, creía estar en las alturas de los desfiladeros pero a veces solo saltaba de una piedra de no más de un metro de altura.  Otras se imagina luchando contra la corriente del Éufrates rio arriba, peleando contra pirañas del amazonas o esquivando las lanzas viciosas de los nativos del Niágara. Y todo eso sucedía cuando tomaba una ducha.
Era realmente extraño pensar en cazar por la mañana pero debía hacerlo, su instinto bestial lo ordenaba. Generalmente las mejores oportunidades eran durante la noche ya que la presa estaba distraída de sus depredadores naturales. También recuerda haber tenido éxito alguna que otra tarde, pero no lo conmemora en claridad. Había sucedido hace tanto tiempo que hasta parece que su memoria estuviese compuesta de fotos viejas y borrosas. Había algo en el aire que le decía que aquella mañana era especial. Una fuerza superior, es instinto animal, ese olor a tierra mojada después de la lluvia a pan recién horneado. Desde que se despertó sintió un vigor que no experimentaba desde hace al menos treinta años. Se arrojó al piso cayendo sobre sus brazos fornidos y anchos, aunque sin la fuerza de antaño, y realizó tres flexiones antes de sentir el primer calambre y dar el primer resoplón de aire. Eso era un buen augurio. Se froto su insipiente calva y pasándose la mano se peinó los tres pelos que poseía, en la región izquierda de su cabeza. Se abrochó tres botones de la camisa sin mangas; entre los ojales surgían aterrorizantes algunos bellos del pecho y más abajo su protuberancia abdominal, orgullosa y carismática; para caer en dos piernas escuálidas y de carnes asustadizas.
Se encaminó hacia su presa, preparando el armamento. Mentalizando su objetivo, la forma, el degüelle, la sangre a brotando a borbotones como la fuente de plazoleta ferroviaria. Avistaba hacia los costados y se agazapaba hacia ella. La luz cortaba la sombra del lugar trazando rayas en el aire en los que se percibía como las partículas de polvo flotaban y se balanceaban.  Luego de caminar unos segundos, vio como la presa, desprevenida caminaba hacia su derecha dándole la espalda. Su instinto nunca falla y se dispuso al ataque. Tomo aire y lo retuvo por un momento. Cuando fue oportuno se lanzó a la carga del trofeo. Lucho desesperadamente hasta reducirlo y arrojarlo al piso. Dejó caer el peso de su cuerpo  para inmovilizarlo y con una de sus manos oprimió ambos brazos de animal. Luego con otra de sus manos tomó su arma y se dispuso a darle el disparo final… ¡No estaba cargada! ¿Cómo puede ser que a semejante cazador se le escape la perdiz?
Se pone de píe y decepcionado se aleja. Piensa que pudo haber pasado, como se no vio el detalle, esa era su oportunidad… Recuerda haber puesto la munición al costado de su cama y corre a buscarla. Pero no las encuentra. Furioso de tal traición abre la ventana de la casa y asoma su barriga golpeando las macetitas con cardones, de esas que están de moda ahora, las cuales caen inmediatamente al suelo y estallan en mil pedazos. Iracundo grita - ¡las balas! ¿Dónde están las balas? – Mientras en el cuarto de baño, en un estado mecánico casi robótico,  su hijo adolescente padece desde hace horas la fervorosa y ahora tortuosa sensación de la autocomplacencia. Diciéndose para sí mismo, esos no eran caramelos. 

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