Él estaba sentando encima de una duna gigante tapado con un harapo lleno de agujeros producidos por las polillas, antes pareció
ser un poncho. Sus rodillas llegaban a la altura de la cabeza y con su brazo
derecho formaba una especie de letra “ele” en donde reposaba su cabeza. Su mano
izquierda acariciaba la arena, le hacia rulitos, rayitas, algún dibujo también.
Tomaba puñaditos y se la arrojaba a los pies y contaba los segundos que tardaba
en escabullírsele. Su cabellera corta se mecía por el viento tibio que
arrastraba granitos de arena. Contemplativo ante el sol del medio día, asomaba
su mirada quemada por el calor apreciando su reino. El efecto del sol sobre las
dunas parecía hacerlas ondear como si fuesen olas. Él distraído y cabizbajo vio
una nube en el horizonte, a lo lejos saliendo de entre las montañas y pensó “ojalá
que no llueva o florecerá la tierra”.