lunes, 19 de septiembre de 2016

El extraño caso del club de lectura


Esta es una historia trágica, sucedió en un pequeño pueblito perdido en el norte argentino había un grupo de jóvenes abrumados de aburrimiento. Este pueblito no tenía diversiones aparentes o entretemientos estridentes que todo joven busca para dotar su vida de emoción y adrenalina. Las mañanas comenzaban pasadas las nueve y media, a esa hora se escuchaba al diariero pregonar su venta, pero todos sabían que vendía el diario del día anterior. El único bar que había no abría nunca y cuando lo hacía decía que no podían atender porque no tenían mesas libres; en el bar solo disponían de sillas. La plaza central era un punto de reunión donde los jóvenes solían tirarse sobre los bancos a mirar y contemplar el paisaje. Invariablemente iban por las tardecitas porque al horario de la siesta no era posible, solo había un banco con sombra y siempre estaba ocupado por el vagabundo del lugar quien descansaba a esa hora. Las asoleadas tardes resultaban imposibles de aguantar y los pocos aventureros que salían a caminar por esas horas después de unos días sucumbían en terribles agonías psicodélicas a causa del golpe de calor.

Una de esas tardes, yendo hacia la plaza, un grupo de jóvenes se toparon con un objeto tirado en la vereda. Este era macizo parecía ser un ladrillo feo y de absoluta mala calidad. Hasta en un punto parecía deshojarse y estar compuesto de pequeñas betas. Era de color rojizo y una trama de líneas como si fuese una tela. Ellos contemplaron con asombro el objeto inánime en el suelo. Finalmente, uno de ellos se animo a levantarlo y al sostenerlo, este desprendió migajas de polvo y uno que otro gusano. En una de sus lados poseía unas letras doradas y se podía leer un titulo. Por respeto a los actores originales y por miedo a que esto suceda nuevamente no mencionaremos el mismo. Estos tres jóvenes sintieron curiosidad y uno de ellos tomó el libro y dijo “vamos a leer esto, parece ser un libro”. El resto accedió sin respuesta moviendo la cabeza tímidamente, aun sin saber que era un libro o algo parecido. Decidieron arreglar los turnos de lectura jugando piedra, papel o tijera, y como el libro era demasiado “gordo” decidieron leerlo en tres partes y que cada uno cuente lo que sigue al siguiente en turno.

El primero en leer el libro decidió llevarlo en el bolsillo del pantalón. Caminó hasta su casa y entró rápidamente para que sus padres no lo vieran. Esa noche leyó por completo su parte, obsesionado decidió traicionar a sus  compañeros y emprendió la lectura de otra parte más pero ya no resistió el sueño y durmió. Al día siguiente  se juntaron para escuchar el relato y su amigo no llegaba. Estos dos fueron a buscarlo a su domicilio. Al llegar ahí la madre los recibió entre sollozos y dijo que su hijo estaba muy enfermo, que no lo podían despertar. Los muchachos quisieron ver a su amigo y pasaron a su habitación. El pobre estaba tieso en la cama con el seño fruncido y de vez en cuando lágrimas caían por su rostro, mientras sus labios estaban deformados y a veces repetían “no puede ser, no puede ser”. Los muchachos se apresuraron al salir, no querían ver a su amigo sufrir.

Una vez afuera, uno le muestra al otro el libro “lo he sacado, y es tu turno para leer” dijo. El otro alegre y curioso se apresuro a tomar el libro. Esa misma noche quiso leerlo pero en la televisión pasaban la serie americana que tanto le gusta. Dejo al libro tirado en la cama. A la mañana siguiente intento retomar la lectura pero no lograba concentrarse, había algo que le perturbaba. Desconfiaba de esas páginas casi borrosas y amarillentas. Debía reconocer que la historia era interesante, que la trama intrigaba pero no bastaba para convencerlo. Ahí entre esas hojas había algo más, lo sabía. Es por eso que dejo de leer el libro y salió al encuentro de su amigo, decidido a entregarle ese objeto y a no volver a hablar del tema nunca más. Tomó la bicicleta y pedaleo lo más rápido que pudo hasta el encuentro. Fue entonces cuando recordó algo de la trama, pensó en aquel personaje que lo llenaba de intriga, en esa casa antigua y el asesino oculto del cuarto de atrás. Frenó de golpe la bicicleta, se descolgó la mochila de un hombro y metió la mano rebuscando el viejo libro. Lo abrió y empezó a leer desmedidamente hasta gritar “¡lo sabía!” Momento justo cuando un camión frigorífico lo atropella, desparramando sus viseras por toda la cuadra. El camionero llevaba doce días sin dormir, su record era de 16 días. Se ve que no pudo aguantar y justamente en ese momento se durmió.


Al juntar el cuerpo despegando los pedazos del suelo con una espátula, notaron que lo único que estaba entero era una mano que se aferraba al libro. Los de limpieza decidieron meter todo en una bolsa de plástico negra. La familia afligida por lo sucedido cavó un hoyo en el patio y enterraron la bolsa. Su amigo próximo en leer, decidió que esa clase de cosas no eran para él y se dispuso a contar la historia por todo el pueblo. Nunca nadie le creyó y de a poco dejaron de hablarle. No terminó la escuela, encontró la bebida como única salida y le pareció una buena idea dormir las siestas bajo la acogedora sombra del banco de la plaza del pueblo. Allí me contó la historia hace ya unos años. Ahora, yo duermo las siestas en aquel banco también. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

Último minuto



El estadio estaba medio lleno, la noche estaba fresca y había un ápice de lluvia. El aire cargaba un aroma a hierba fresca y tierra mojada. La humedad enloquecía a los espectadores quienes tenían sus ropas pegadas al cuerpo y se movían pesados y sin gracia. Otros vestían el torso desnudo y sudoroso sin pudores. Casi sin alentar, ambas tribunas en suspenso taciturno que rozaba el hastío, ante un segundo tiempo apagado. Todo había ocurrido en el tiempo anterior; los equipos ahora se encontraban con el marcador igualado en dos. Al iniciar el segundo tiempo comenzaron los pelotazos e imprecisiones, la pelota quemaba sus pies y había que revolearla bien lejos, allá donde no moleste.
Alrededor de los 24 minutos del segundo tiempo el director técnico envía la orden para que el “flaco” realice la entrada en calor.  El grandote que jugaba de nueve se había lesionado al chocar con un defensa en uno de los miles de pelotazos. El flaco no jugaba de delantero, ni mucho menos era un goleador de raza. Corría solamente, a veces más, otras menos. Por ahí con suerte tiraba un pase lujoso o acertaba un buen centro, aunque las veces que eso salía bien era por mera casualidad, no porque quería hacerlo. No había otra opción, era lo más parecido a un delantero que tenía.  
El grandote se retiraba arrastrando la gamba a paso lento y cansado dejando en el pasto la huella al pasar. Su cara mostraba el dolor de la lesión y saber que seguramente se perderá el próximo encuentro. No podía creerlo. Otra vez a hacer ejercicios de regeneración y mirar como sus compañeros levantaban la copa. Sólo faltaban dos partidos y estaba a un tanto de ser el máximo goleador del torneo. Lo más importante era que este seria su ultimo torneo, a la edad de 38 años es muy difícil conseguir una renovación de contrato y su físico empezaba a flaquear seguido. Saludó al entrenador al salir y vio en su rostro una fotografía de desolación.   
Nunca contaré con el gol que hace falta con ese plantel tan corto que manejo, pensaba para sus adentros el entrenador. Será que estoy destinado a sufrir siempre. Había sido hincha del club desde siempre, jugó pero no llegó a primera, algunos no cuentan con el talento que se necesita, siempre pregonaba, por eso ahora que ustedes están acá cumplan mi sueño y salgan campeones. Arengas repetidas y que pocas veces funcionan, pero algo había que decirles. Trabajó varios años en otros equipos hasta lograr tener la oportunidad de estar junto a su amor, su club, su barrio, por fin jugaba de local, en la cancha que nunca fue visitante.
El cuarto árbitro sujetaba el cartel y miraba el rostro partido del grandote y a su vez compadeció al flaco; quien se persignó tres veces y dando tres saltos con la pierna derecha dio sus pasos sobre la cancha. Odiaba su trabajo, ni siquiera le gustaba el fútbol, era árbitro, pero por error. Nadie lo sabía. Todo sucedió una fatídica noche en la que estuvo tomando más de lo que corresponde y apostando en el poker. Se le fue de las manos y apostó algo que ni siquiera él quiere recordar. Sus amigos le perdonaron la vida, pero a cambio tuvo hacer el curso de árbitro. A sabiendas que odiaría profundamente, casi como pagar esa apuesta hacer el curso. Toda la historia podría haber terminado ahí pero al perder trabajo en la fábrica de muebles y con su mujer embarazada no dudo de hacer uso de ese recurso para proveer a su familia. Por suerte y para su desgracia era uno de los más reconocidos árbitros y mejor pagados de la liga.
La mujer con su hijo más chico estaban en la platea mirando el partido. Ella llevaba al niño a mirar futbol, a ver a su padre, a que sienta orgullo por él. La esposa pensaba que era la mejor manera de hacer que su marido sufra menos su labor diaria. El niño tenía tres años ya y generalmente se dormía antes de llegar el segundo tiempo. Demostraba el mismo desinterés que su padre por el nefasto deporte. Ella disfrutaba los segundos tiempos de intercambios de camisetas, de olor a hombre sudado, de insultos a las madres de todos, observaba con detalle los cuádriceps exhaustos y fantaseaba con las duchas. Admiraba el físico del grandote que se retiraba y su mirada se distrajo al ver como el cinco elongaba en medio de la cancha.
El cinco sentía una molestia suavecita en el abductor derecho y trataba de relajar el músculo. Veía al flaco entrar en la cancha y dar unas indicaciones al capitán contrario. Sabía que el flaco era derecho y le hizo señas al lateral izquierdo, para que esté atento. Era un jugador rápido y picante, no era bueno pero aveces las oportunidades y la suerte esta de culo y juega todo en contra. Al girar para buscar la pelota, no pudo evitar mirar a la morocha que tenía un nene en brazos y lo observaba obscenamente. Su cabeza se habría poblado de ideas e imágenes pero ahora solo le importaba ir a buscar el lateral que el ocho estaba haciendo.
El volante mendocino que jugaba de ocho, alzó la pelota y dio una rápida mirada por el campo buscando un receptor. El cinco se le acercó pero estaba con una marca y encima, y lo había visto con dificultades en su pierna derecha. Al escuchar la orden del árbitro lanzó la pelota al siete que picaba por la izquierda.
La indómita dio dos piques cortos en el verde césped y antes del tercero se le escapó por sobre el pie del número siete que la mira pasar atónito. Ve como el tres la domina con zurda, la acomoda al segundo toque y se la pasa al dos. Este sin dificultades y jugando por debajo busca al morocho que llevaba la cinta de capitán cerca del cinco de su equipo quien por culpa de su lesión no llega a cubrir el espacio. Todo sucede, antes los ojos del siete que no logra recuperar la compostura.  
El morocho capitán tiene la pelota bajo sus suelas y lo vé claramente al Flaco picando a lo lejos pero no se la pasa. Teme en la posición adelantada, mira a un defensa tratar de seguirlo ante el grito ahogado del cinco rival que llegaba a marcarlo. No puede pensar mucho, el moroco capitán, algo había que hacer; mejor la revolea lejos donde el cuero no queme.
Así la caprichosa de doce gajos pasa de pie a pie, cabeza, pecho y algún taquito majestuoso rodando por toda la cancha como bolita arrabalera. Y el Flaco corriendo detrás de cada posibilidad de acercarse con la ilusión de rozar su perfecta circunferencia.
Y el tiempo pasa, se repetía el Flaco para sus adentros. Y las nubes cada vez más espesas. Sólo caliento el banco, sólo entro a mirar, sólo soy espectador. Las palabras resonaban. El aire estaba espeso como almíbar. Tiro de esquina rival, él parado en el borde del área grande. La pelota lo sobrepasa, vuela, la cabecea el dos, sale del área por la izquierda, la revienta el ocho, el Flaco corre. El Flaco piensa. En una pelota milagrosa que le queda en los pies. Queda poco tiempo. El gol está cerca, la victoria también.  No quiere ser siempre suplente. Cierra los ojos y corre. Escucha voces y gritos a su alrededor. Piensa en su novia que lo abraza y felicita por el éxito. Abre los ojos y la pelota vuela hacia él.  Piensa en qué hermosa se ve con su blusa azul. Domina la pelota con el pie derecho, de sobrepique se escapa unos metros. Qué hermosa le queda esa blusa azul, como le resaltan los ojos. Sale el cuatro a la marca y se le tira a los pies furioso. ¿se casará conmigo? El Flaco lo salta levantando la pelota los suficientes centímetros como para que no se la robe el rival. Un día le regalaré un anillo tan precioso que no podrá decir que no. Corre con pelota dominada unos metros mira al morocho, al capitán, que lo sigue por izquierda; también mira el campo abierto sin rivales. Imagina a sus hijos, el primero será un varón y luego una nena tal vez. La ve a ella cargando un bebé. Teme que no sucederá. Pasa la pelota al capitán. Sigue corriendo. No escucha nada a su alrededor. Cierra los ojos y la ve como la veía por las mañanas. Los abre y no ve nada. Su respiración se agita. Escucha los latidos de su corazón. Cierra los ojos. Ella está ella llorando. Abre los ojos, está cerca del área rival. El morocho quiere gambetear a un defensa y le pasa la pelota. Cierra los ojos y respira profundo. Pide perdón muchas veces. Pide perdón en silencio. Abre los ojos y la pelota está en sus pies. Esta vez domina con el pie izquierdo y la acomoda para el derecho. No rompe en llanto, pero unas lágrimas se escapan por sus ojos. Ve al arquero que está tendido sobre su derecha. El perfil de diestro permite colocar la pelota en la izquierda con facilidad. Cierra los ojos. Está su rostro. Patea con fuerza. ¿Me perdonará? Rompe en llanto. ¿Será gol? Pitido final.